martes, junio 19

Poemomios de junio lluvioso

Poemomios de junio lluvioso

A mi me gustan los días lluviosos. Yo me declaro disidente ante esta percepción de que son días en los que uno debe soltarse a llorar. No obstante, no sé con qué bicho raro me he despertado hoy, me siento particularmente nostálgico de unos recuerdos que poco son míos. Me siento en uno de esos días en los que me gustaría ir a pasear, aún bajo la lluvia, esos días en los que me hace falta tantita compañía. 

Y bueno, mi llamado fue respondido con cierta desdicha. Hoy en la mesa de mi cocina está algún periodista de Buenos Aires y el antiguo director de la AFJP argentina, esperando que yo descifre sus palabras de los sonidos de una redacción y de un café ambientado con música pop respectivamente. 

La verdad es que pensaba que mi empleo en el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial había sido el más terrible. Uno había de ir de saco a una oficina cuadrada, al ambiente pesado y típico de los que usan corbata y se la hunden bajo la camisa para comer en el Burguer King. 

Me equivocaba. Me equivocaba al pensar que una voz argentina de algún tiempo inmemoriable, inmemoriable porque no vale la pena recordarlo, podría ser algo mejor que pasar llenando una hoja de procesos. Al menos haciendo eso no me dolían las orejas, al menos podía escuchar una música diferente a la que algún gerente en algún lugar de Buenos Aires en este momento inmemoriable seleccionó.

Nunca he ido a Buenos Aires. Lo más que conozco de Buenos Aires lo han puesto los que viajan en sus fotos de viaje en el Facebook y de esa película "El Lado Oscuro del Corazón". Creo que idealizo Buenos Aires. Creo que el día que vaya me encontraré poetas por las avenidas y poemas en las paredes. Me imagino una ciudad distinta de este valle pantanoso en el que no para de llover.

En fin, hoy, como hace tiempo, no tengo mucho qué decir por acá. Un tantito de soledad y un tantito de nostalgia viva, espero que se me quite pronto esta sensación tan molesta.





lunes, mayo 7

Condecoraciones - Juan Gelman

CONDECORACIONES

Condecoraron al señor general, 
condecoraron al señor almirante, 
al brigadier,  a  mi vecino 
el sargento de policía,

y alguna vez condecorarán al poeta
por usar palabras como fuego,
como sol, como esperanza,
entre   tanta   miseria   humana,
tanto dolor
sin ir más lejos.

Juan Gelman

Oda a un libro que no he terminado

Se sentó al lado de mí En el asiento de hasta atrás. Se sentó junto con un anticuado y gris burócrata de institución pública. El camino, normal. La fuga de agua, el tráfico intenso, el avanzar a vuelta de suspiro, la cumbia de fondo, los moteles de paso, el pantalón.

Abrió la boca, tuvo el inmenso error de abrirla. Error para mí claro. No habíamos cruzado ni el segundo puente peatonal de la México- Toluca. Apenas parían las llantas la carretera. Abrió la boca y comenzó a reír.

Que si Josefina... que la bolsa...   que chuchy...     que mi hermana...        que el América


¡CARAJO!

Su risa me torcía los testículos.

¿Por qué? ¿Por qué la humana conciencia?

Todos queremos poder, pensaba. ¿Para qué engañarnos? El poder para resolver los problemas más insignificantes, para huir de la violencia, la de adentro y la de afuera de uno mismo, acabar con las culebras larguísimas de coches en Constituyentes y, sobre todo, cerrarle la boca.

Decirle sin ser grosero: Me estás estrujando mis esfínteres. Librarse de la paradoja de ser grosero e irse al otro lugar o quedarse a aguantar Al final, me doy cuenta que basta con mover mis bultos, los de mi cuerpo y los que cargo y cambiarme.


Llego al barrio, se confunden los cuetes con balas que se pierden en motociclistas en el andador Morelos o en la cerrada de San Pedro.

Uno ya no sabrá qué encontrar.

lunes, marzo 19

Hoy se murió mi perro

Hay que decirlo sólo con la verdad: mi perro y yo no tuvimos grandes momentos, no éramos los mejores amigos, no lamía mis lágrimas cuando estaba triste, no jugaba conmigo a la pelota, no fuimos compañeros de espacio, ni de vida. Para qué mentir, me daban un poco de asco sus litros de saliva, sus kilos de pelo, su nariz siempre sucia, sus arrugas llenas de polvo y mugre que en ocasiones debía yo lavar.

No era un perro de jardín, no era un perro de niño feliz, era un perro proletario, un perro que vivía en el techo de una casa en uno de los barrios más grises de Iztacalco, que comía retazo hervido y sobras porque las croquetas siempre rendían menos.

Mi pobre perro se cayó del techo, por cuarta o quinta vez, no lo recuerdo. Se cayó como las otras veces, resbaló presa de sus patitas torpes en busca de un gato huidizo en los techos de la pobre vecindad de al lado, jodida también por el tiempo y el moquillo. Esta vez no la contó, se le reventaron las tripas al pobre y no nos dimos cuenta hasta que la sangre corría por sus tosidos. Los veterinarios no pudieron hacer mucho, algo pasaba dentro de él que no lo dejaba comer, algo ya sabía que no iba a poder continuar y ¡zas! un trueno fulminante lo partió en dos.

Mi madre lo oyó por última vez, lo oyó dar sus últimos gemidos mientras lo lloraba y lo intentaba alimentar con carne de res molida y calabacitas hervidas. No hubo mucho más que decir, se sacudió una vez y dejó de moverse, quedó aguado como una bolsa rellena de agua. En su paso por la muerte no nos dejó más que su casita llena de mierda y sangre.

Lavamos con mucho esmero, el techo donde vivía, su casita. Usamos guantes -que tiramos de inmediato- tres botellas de cloro, una bolsa de jabón de lavar ropa y una escoba. Lavamos sin dilación, a sabiendas que ese lugar sería infección pronto, que no podíamos tener el cadáver de un perro en el techo y que el rigor mortis haría más difícil la tarea. Envolvimos al pobre en varias bolsas de plástico, unas blancas y otras de colores, todas ellas fueron depositadas en una más grande y gruesa, de color negro.

Ahora está allá arriba el cuerpo. Esperando disponer de él de, espero, la manera más higiénica posible. Mientras tanto, mi madre decidió dejar en el patio una vela en un vasito verde de plástico.

No era un perro educado, peleaba siempre que lo sacaban a pasear, corría sin rumbo, de un lado al otro. Era la felicidad. Me saludaba siempre, esperaba que le diera de comer y una caricia en su hocico. Le llamaron ET, por Emilio Toral, decían que era tan feo como mi padre, nos daba mucha risa. Lo recordaremos con mucho cariño.


Era la felicidad.

jueves, febrero 9

Nieve

I

¿Qué es la nieve sino un cristal amalgamado?

Amalgamado como la revolución, como la tristeza, como la ilusión, amalgamado como todas esas palabras gigantes que salen de las bocas sangrantes, de las voces más escondidas, de los silencios más ensordecedores.

De un de repente cae toda, vomitada del cielo, paracaídas, remolino, viento, bailando, haciéndose el amor, vaya El Señor a saber dónde fabrican el amor, cayendo sobre los autos, sobre los cuerpos de los vagabundos ucranianos, llenándose de lágrimas de la ciudad, del orín de los perros, de la mugre de los autos bávaros, de la torre de televisión. De repente, un viento traicionero les hala por debajo de las faldas y se las lleva todas a un pedazo más mugroso de esta Berlín encadenada.

A veces quieren regresarse, los cristales recién nacidos, necios a la idea de la confusión, necesitan regresar, flotan lo más que pueden hasta que se dan cuenta de que las vueltas atrás son ilusiones fantasiosas, que el regreso al útero es en realidad una forma de tración.


II

En los contornos del fin
el aire recoge la falsedad del tiempo
la cara es testimonio desvelo
máscara hecha ídolo
rostro conveniente para desandar esa realidad derrochada de espejismos

Rocío Cerón


La mugre del arenal de la calle,
es sólo un auspicio para las ratas,
la mugre del arenal de la calle,
es el algoritmo desfigurado de una respuesta planeada
el aullido de un perro en una guardería,
la mugre del arenal de la calle,
es quizás la ladera más prometedora que nos queda.

La domesticación del destino ha sido una empresa difícil,
gancho al hígado,
transplante de riñón,
extensión de intestino grueso,
la mugre del arenal de la calle,
es un pedazo de nuestra estructura,
una estrofa de este canto plañidero,
el pacto traicionado, la manufactura barata,
el atardecer construido sobre los hombros mancos
de la mugre del arenal de la calle.



III
El tiempo pasará. Sólo el tiempo. Y llegará un momento
cuando ya no podamos nombrar qué es lo que nos une.
Marguerite Duras



Deambulamos entre jirones,
deambulamos armando los últimos rincones con algún murmullo comprensible
hay un idioma que no entendemos,
pero que huele a sábanas con un olor familiar
en nuestras manos sólo se guarda lo posible
y ese murmullo y ese lenguaje
es la verdad profunda y prematura
de que estamos hechos
para deambular
infinitamente
infinita y angustiosamente
entre jirones.

IV

No tengo fe en los diluvios.

No tengo fe en las coladeras abiertas
en los páramos de luz
en los campos de trigo cubiertos de hielo
notengo fe en la revolución proletaria
en el nuevo orden mundial
en el new managment school
no tengo fe en los diluvios

en el tumao sí
en el tumao no se puede confiar
pero vaya que dio su sangre por nosotros

no tengo fe en los diluvios.