domingo, diciembre 19

Espantapájaros No. 1 - Oliverio Girondo

I

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

Oliverio Girondo 1932

Memorias de la guerrilla

Toda la ofensiva había sido barrida por la policía municipal. Las barricadas y las pancartas, los palos de techos destruidos y los manifiestos partidos a la mitad. Todo había sido gloriosamente destruido. Todos los miembros del partido que participaron en la revuelta habrían tenido tras de sí un final fatídico de no ser por los cerros que rodean San Jacinto.

La casa de campo de los Arévalo se situaba en una de las grandes colinas que rodeaban San Jacinto. El cerro del Tequesquite le dicen algunos chauvinistas con pretensiones de cronistas del pueblo. La verdad es que ese cerro no tenía nombre ni tendría por qué tenerlo.

-Es un cerro, mierda- decía siempre Wolfgang cuando le preguntaban los cronistas de la ciudad sobre el verdadero nombre de la colina que resguardaba la casa de campo.

La polvareda de la huída se disipó al cabo de unas horas. Una breve llovizna helada cubría los techos de tejas, los cartones de los vagabundos y las bolsas de plástico de los mendigos en los atrios de las catedrales.

Un montón de militantes partían a su última reunión.

La rebelión había sido anticipada desde hace mucho tiempo. Los ropajes que cada uno vestiría a modo de uniforme habían sido comprados desde hace más de una año. La guitarra de Wolfgang había sido afinada constantemente, hasta la más pequeña desviación en alguna de las notas habría sido una falla personal. Todo era perfecto, estructurado, indefectiblemente perfecto.

Las rebeliones ocurridas antes en San Jacinto debían haberse visto barridas del recuerdo de los pretensiosos cronistas y de los habitantes del centro, que de histórico no tenía nada. La historia de San Jacinto empezaba aquí y ahora.

La primera gran rebelión de los obreros de la fábrica de calzado había hecho a San Jacinto un pueblo de refacciones y mofles para los autos de la carretera. Parece algo terrible. Lo fue. Cambió una industria pobre por otra aún más pobre, pero trajo tras de sí el hastío. La primera gran, brutal y enorme revolución había sido esa, sus estragos se sentían hasta hoy. Sus estragos se sentían en cada zapato lleno de polvo venido de China.

La segunda fue un engaño. La segunda fue parte de una gran insurrección militar en la capital del Estado. En San Jacinto había un policía. El hastío era tanto que ni siquiera el narco tenía pretensiones de asentarse en ese lugar. El policía se unió a los sublevados en su campaña militar. El trámite fue sencillo: revisar un mofle que estaba sonando extraño.

Luego de inflar al policía regional: Luego de meterle ideas a la cabeza. Luego de haberle hecho sentir en su cara ese rubor de los ilusionados y los pérfidos, se fueron. Prometieron volver. Nunca lo hicieron. La revolución de uno sólo era la lucha de los perros y de los ratones en el polvo.

El paso de los sublevados por San Jacinto no causó revuelo nacional, ni titulares en El Sol del Estado.

Dadas las circunstancias, la misión del Partido Comunista de San Jacinto, su brazo armado, el Comité Revolucionario de San Jacinto y su brazo cultural, el Comité Literario Urbano Barrial Carlos Marx, era colocar a San Jacinto en el mapa como el primer foco revolucionario del país. La unidad entre los tres organismos no podía se más perfecta: los tres eran conformados por las mismas personas y comandados por Wolfgang Amadeo Arévalo Domínguez.

El primer foco mostró determinación, se plantó frente a la guardia presidencial, conformada por el policía errabundo, e intentó tomar el palacio municipal. El presidente, claro está, no se encontraba. La toma de una casucha derruida no tendría por qué afectarle a nadie.

Wolfgang Arévalo llamó a su segundo al mando, Raúl Demesio de la Garza García, para que llevara a los otros tres miembros del Partido a bloquear la carretera. Él construiría la barricada en la avenida principal.

Luego de dos días, la huelga de hambre involuntaria era insoportable. El hastío hace tiempo que se había tragado a San Jacinto. Hace tiempo que cualquier barricada hubiera sido ignorada por el sólo hecho de que el polvo parecía adherirse a las cosas con una velocidad más allá de lo comprensible por los ojos humanos.

Cada partícula de polvo parecía caída, exclusivamente, para permanecer en un lugar en decadencia.

El policía errabundo no tuvo más que patear la improvisada barricada y convencer a los sublevados de la carretera que por ahí no pasaría nadie. Y, aunque pasara alguien, seguramente serían ignorados.



Arévalo, Wolfgang. (2010). Obras completas y discursos varios. Coord. Raúl Demesio de la Garza García. Ciudad de México: Nulísimos/ Comunidad Literaria Urbana y Barrial "Carlos Marx".

sábado, diciembre 18

Nicanor Parra :)

Don Nicanor... :) A tanto tiempo de haber leído tu evangelio...

Un poeta que habla como camionero

-¿Qué palabras?
-Con el correr del tiempo las vas a ir olvidando... y ahí, vas a quedar en mi poder.

...

-La justicia nunca puede pasar por tus manos, aunque se mate en nombre de la ley...