sábado, junio 19

Eje Central (primer acercamiento)

Hoy San Juan de Letrán fue una triste corona que se sostenía sobre la deformación de mi cráneo. Una plaza vacía. Una estructura inamovible. Un centro histórico con leyendas de envolturas de hamburguesas de McDonalds y software pirata. Hoy, entre el calor y los gritos, entre la cumbia y el hastío, entre el recuerdo y el comezón en el pie, no fue un día para recordar.


En el fondo, ¿cómo abandonar las formas? Cuando Neftalí Reyes salió de este hartazgo que parecía perpetuo en 1974, había flores en los camellones de Santiago. Mensajes dejados hace tiempo lo hacen dudar de lo tangible. Hace ya unos años que dejó de creer y que eliminó, cuál debe ser, la palabra "ilusión" de todo tipo de lenguaje por él conocido.

No había mucho en qué pensar luego de 1974. En realidad nunca lo hubo, pero era más interesante pensar que quizás sí, en algún momento.


Aquél día seis indios luchaban en la calle. Los gritos eran atronadores. No era zapoteco, el lenguaje dulce del Istmo, ni era chontal, los matacristos de Tequisistlán no pierden el tiempo con habladas. Era un idioma perdido, hermético diría la gloria nacional.

El punto eran las cadenas, las cadenas con las que se amenazaban. Se lanzaban serpientes, enseñaban los colmillos y de repente, ¡ZAS!, corre.

Corre... corre... corre... corroe.... sangre.


Todas las noches pelean. El horario es este. De 4 a 12 los borrachos discuten sobre el partido de esa mañana en el deportivo San Pedro, última gran obra del partido conservador. Luego toca el turno de esa pareja. El darqueto drogadicto y la señora despeinada luchan sin cesar por la noche. Desde mi patio se escuchan los bramidos semidifusos de una lucha a muerte. Del olor de la marihuana vieja y descompuesta. A sabiendas de no ser nada.

Una batalla terminada. De los indios no queda nada. De las lavanderas sólo queda el recuerdo en el asfalto. De los vecinos gritones aún persiste el aullido chillón que tanto perturba a los drogadictos y a los ladrones y narcomenudistas en motocicletas con grandes mofles.

Hoy que venía de dejar a mi hermano en la Alberca de Los Barrios. No lo dejan salir más sólo a la calle. Vi a tres. Estaban sucios hasta las orejas. Dos muchachos y una muchacha. Uno de los chicos llevaba de la mano a la chica.

Siempre que llego a casa mis perros me reciben... mis perros. Mis perros me temen. Tengo absoluto control sobre ellos. Yo los mantengo vivos. Ellos sienten que así es. Sienten que me deben la vida. Relación de dependencia supongo.

El punto es que siempre que veo a mis perros evalúo las circunstancias del día. Si están dormidos y despiertan para verme fue un día difícil o un día de diversión. Si están allí acostados, tomando el sol, ese fue un día de llegar temprano. De descansar hasta la náusea.

Ese día no fue así. Mis perros me recibieron tal y como estaba: como un huracán que se lo lleva todo. Ladraban y ladraban y gemían de hambre y volvían a ladrar. Ese día, me llevaba la chingada.